jueves, 10 de diciembre de 2009

ESTE PEQUEÑO RELATO SOBRE LA NAVIDAD, LA COCINA Y EL CRECIMIENTO, SE PUBLICÓ EN EL ESPECIAL DE GASTRONOMIA DE EL DIA EN 2002.

FELIZ NAVIDAD A TODOS...




Detras de la cerrada curva que caminaba hacia la izquierda y el valle, se abria un golfo azúl plomo en el cual flotaban unas islas verdes y bien construidas.
El pardo oscuro de las colinas rodeaba la gran agua.
La majestuosa cadena de negras montañas y picos blancos marcaba la frontera con el cielo: pequeño, frente a la alegría del lago.
La hall era un rectangulo muy largo con las ventanas al valle. El gran arbol de Navidad, un pino natural, tocaba el techo alto, al fondo de la entrada: brillaba de oro y purpurina.
El monstruo en blanco y negro llamado televisión era todavia minuscolo e inofensivo al lado del decorado navideño.
Esa ultima semana un frio polar había paralizado hasta el cielo que no habia podido nevar. Estaba claro que Papa Noel iba a llegar. Era el 24 de diciembre de 1967 en uno de los lugares más bellos del mundo.
Por ese exceso de "saber que hacer" que, a veces, algún niño que otro demuestra al mundo de los mayores, esa iba a ser mi primera complicidad con los adultos.
Attilio, el chef del Hotel, salió personalmente a reclamarme en las entrañas del restaurante: era lo que más me gustaba.
Me llevó derecho a la cocina de gasoil, movió con un cucharón de ogro el caldo trufado: iban a servir los "agnolotti in brodo".
En una mesa de marmol blanco estaba la platería con las tostas de higadillos, el pan blanco, el "prosciutto di S. Daniele" y los "grissini". El capón y el pilaff estaban casi listos. La tarrina de cazamayor encerrada en una pocelana cándida, coqueteaba con el olor del asado de ternera y las papas al romero. El postre, un monumental panettone de 5 kg, se mantenía tibio encima de la cocina.
Era el fruto de trabajo de semanas, sin maquinas y sin congelados: el milagro de un pobre hombre.
Llegó mi tio, el dueño, bien emperchado como siempre. Me miró como si fuera de los suyos, y me reveló lo indecible ordenandome claramente: "David, tu volveras de la iglesia de la aldea corriendo hasta aquí. Abrirás la puerta de la hall, sacaras los regalos que están todos en mi oficina y los pondrás debajo del árbol...los niños no deben enterarse de nada." "Si" contesté.
La iglesia romanica de la aldea estaba al lado. Olía a incienso, piedras frías y maderas viejas. Al terminar la misa todo el mundo estaba maravillado y feliz. Todos se pararon en el portico del templo antiguo.
Había nevado: en menos de una hora todo se había cubierto de blanco y de suavidad.
Los niños empezarón a jugar con bolas de nieve, los mayores también.
Todo era acariciado por el calor del algodón de nochebuena, todo era silencio: las risas desaparecían en la nieve.
Yo escuchaba el suave hablar del invierno bajo mis pies que corrian como podían. No había prisa y fuí caminando, contemplando mi aliento caliente que me brindaba una cierta importancia.
A mi lado, enorme y luminosa estaba la oscuridad del golfo, un belén circular, hipnotico y familiar.
Aquella fué la Navidad en la cual pasé de ser niño a ser Papa Noel. En la Paz que describía la nevada cálida y amistosa, estaba, sencillo y natural, el crecimiento.
Mucho más complicado resultaría, con el tiempo, conseguir una cena con el brillo y el toque luminoso que circulaba por allí la nochebuena de 1967.
Esa nieve ya se derritió, ahora soy Papa Noel: trabajo para regalar y cuido, con cura, de un niño que corre sin prisa en la nieve.